La tranquilidad y los colores propios del invierno mutan la calita en un lugar bucólico y nostálgico
La playa de la Cala de Finestrat adquiere en invierno matices metálicos. Pasa a un estado slow, pausado, tranquilo. Es intimista, con un punto bucólico y nostálgico, incluso en los días soleados, cuando sus aguas se visten de color azul brillante. Sus visitantes disfrutan de esa calma, sentados en las terrazas de las cafeterías y restaurantes que permanecen abiertos, hablando entre susurros, sin perder de vista el impresionante cuadro que tienen ante sus ojos. Sin embargo, durante estos meses, algunas veces, la tranquilidad se quiebra y el espectáculo vuelve. Es cuando el mar recuerda que el Mediterráneo no es siempre suavidad, y muestra su fiereza al estallar las olas en las rocas, ofreciendo una estampa extraordinaria. La espuma, las gotas de agua en el aire y el rugido de fondo atrae de nuevo a la multitud, para esta vez, inmortalizar con sus móviles su bravura o montar sus olas con las tablas de surf. Es solo un instante, un pequeño paréntesis y, de nuevo, el sosiego, la lentitud, la calma en la infinidad del mar, con su ir y venir de tonalidades plateadas, grises y doradas, que poco a poco van diciendo adiós a la temporada más fría del año.
En invierno, buena parte de los negocios tienen echada la persiana. Tan solo los que están más cerca del paseo marítimo están abiertos. Una tienda multiproductos, con las sillas de playa abiertas en la acera, listas para tomar el sol, recuerda lo que está por llegar. Mientras tanto, los turistas atrapan los pocos rayos de sol desde las terrazas que circundan la playa. Parece como si quisieran rememorar una antigua costumbre, casi perdida, que viene de la época de influencia árabe, en la que todos los comensales están sentados mirando de frente a la calle. Todos miran al mar. Todos estiran la cabeza, como si de esta forma, el astro rey penetrase mejor. Un poco más allá, en los bancos de la Plaça de l’Ámfora, se repite la misma escena. Un turista aquí, otro un poco más allá, en silencio, observando el movimiento del agua y escuchando al fondo los gorjeos de las palomas, que ahora revolotean por la arena, un lugar que en pocos meses les será vedado por los bañistas.
Los turistas que llegan a La Cala de Finestrat en invierno son jubilados que dejan atrás el frío de sus ciudades para vivir en este clima más cálido. Vienen del norte de España y del centro de Europa y, en el caso de los primeros, son generalmente propietarios, mientras que los europeos alquilan los apartamentos que hay diseminados por las diferentes calles. Cuando llega el mes de mayo, vuelven a sus lugares de origen, hasta el siguiente año. La mayoría de los hoteles están cerrados y apenas un par de ellos se mantienen abiertos. Exactamente igual ocurre con los restaurantes y cafeterías, que aprovechan para poner a punto sus negocios, de cara a la nueva temporada estival.
Esta quietud permite observar con más detalle la fisonomía de La Cala. Las siluetas de los edificios construidos en los años 60, 70 y 80 del pasado siglo, al albur del boom turístico, tienen una media de seis pisos de altura y se mezclan con los pequeños bungalows que hay aquí y allá, sin un orden preciso. En los bajos comerciales se alternan negocios que llevan toda una vida, como la farmacia y las inmobiliarias, con otros que van y vienen, dependiendo de cómo los gustos se van transformando a lo largo del tiempo. Y al final la calita de fina arena, pequeñita, redonda, acogedora, con un coqueto paseo marítimo, rodeada de restaurantes, miradores y pinares, esperando la llegada de la primavera, con sus nuevos olores, su luz intensa y el bullicio de renacer un año más.
Foto: David Revenga
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